-¿Cómo era ella? -Le preguntó, sin intentar disimular la curiosidad en el tono de su voz.
-Era encantadora... Tenía los ojos castaños. Oscuros como el chocolate, como el café, como la madera lustrada del laúd de mi padre. La cara blanca y ovalada como una lágrima. Me sonrió, y su sonrisa era... Tenía una especie de... Iba directa a tu corazón, no sé si me entiendes. Su sonrisa podía parar el corazón de un hombre. Tenía los labios rojos. No era el rojo chillón, artificial, que tantas mujeres creen que las hacen parecer deseables. Sus labios siempre estaban rojos, de día y de noche. Como si minutos antes de verla tú, hubiera estado comiendo bayas.
Estuviera donde estuviese, siempre era el centro de todas las miradas. No me interpretéis mal. No quiero decir que fuera llamativa, ni vanidosa. Si miramos el fuego es porque parpadea, porque resplandece. Lo que atrae nuestra mirada es la luz, pero lo que hace que un hombre se acerque al fuego no tiene nada que ver con su resplandor. Lo que te atrae del fuego es el calor que sientes cuando te acercas a él. Con ella pasaba lo mismo.
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